miércoles, 26 de marzo de 2008

Enfermedad

Cuando el decaimiento lo privó del almuerzo familiar de los domingos, Dimitre, la hija mayor, visitó al anciano en la estancia. Estaba enfermo y solo. Sus fieles sirvientes: una bolsa de caramelos de miel y la caña que frecuentaba besar en las tardes. Dimitre le ayudó a reconocer su enfermedad. Pronto lo convenció de ver a un doctor.
En la sala de espera, su hija lo entretiene con anécdotas increíbles y hasta le roba algunas carcajadas. El doctor llenó un formulario bastante positivo, pero le recetó unos antidepresivos algo grandes, extraños. Ella pagó la consulta con billetes de mil. El doctor sacó otro documento de su escritorio. Dimitre le explicó que eran cosas de rutina, él asientió y puso su firma en la última hoja. Padre e hija salieron aliviados del consultorio. Ella preparaba una carne asada, abrió un vino tinto, le abrazó, le dijo que le quiería y apretaron sus manos con ternura. Luego se relajó en la butaca, ella sirvió el vino, puso los medicamentos sobre la mesa y llamó al doctor para evacuar las dudas: “Sí, la dosis será suficiente”, se escuchò del otro lado del tubo.

4 comentarios:

JAIME FUENTES dijo...

Amorosa eutanasia a la carta; relato hermoso y abominable: como los mil remordimientos, no billetes, que tendrá Dimitri por la eternidad.

Minerva dijo...

efectivamente, querido Jota efe. Las líneas de la vida son muy confusas.

Emma dijo...

A veces siento que no es necesario estar asi de enfermo para sentirse medio muerto.

Minerva dijo...

Emma: Ojalá no sea así. La enfermedad no es solamente del hombre, también es de su hija.