jueves, 17 de julio de 2008

Mojarse los talones


El televisor está encendido. Vania agita la copa de vino y observa cómo las gotas se escurren hacia el fondo de la copa. Se cubre con una cobija y mira a través de la ventana cómo la lluvia inunda el patio interno del edificio. Un hombre canoso, vestido con saco y corbata ocupa la pantalla de la televisión con gestos irónicos:

“No conozco hombre que, en la víspera de una fiesta, no haya sufrido una hora de eterna espera por su madre/novia/hermana quien, encerrada en el baño, desconoce el manojo de nervios e intriga que aguarda del otro lado de la puerta: ¿Qué hacen las mujeres cuando se encierran? ¿Por qué, en las fiestas, se organizan en manadas para ir al baño? ¿Por qué salen de allí con risita nerviosa y ojos llorosos?”. La conductora del programa esboza una risa forzada y, acto seguido, le da la palabra a una dama del público:

“Una mujer frente al espejo puede significar dos cosas: una mujer segura de sí misma que estudia cómo depilarse las cejas, o una chica en crisis que mira su cara para sentirse peor y llorar como una magdalena”. La conductora arquea las cejas y asiente con la cara perpleja.

Vania apaga el televisor y se entrega al sueño. El teléfono la exalta y queda de pie de un salto. Ella duda un momento y luego levanta el teléfono.

-¿Vania? -la voz se oía como apagada, pero sabía que era él.

-Sí, soy yo.

-¿Te desperté?

-No –dice mientras se acomoda el cabello con la mano.

-Disculpa la hora. –hace una pausa larga- Necesito hablar contigo. ¿Podemos vernos? Quiero disculparme por lo de ayer.

Vania entrecierra los ojos y mira hacia el reloj de la sala.

-Está bien.

Las luces de la calle se reflejan en el agua que rebasa la vereda. Vania se refugia con el paraguas bajo el alerón de un edificio, mientras espera que el semáforo cambie de color. Una pareja joven llega a la misma esquina y se toman de la mano. Él acaricia el rostro delicado de su novia -quien sonríe sin cesar- y le besa en la mejilla. Vania admira la escena con disimulo. El semáforo cambia a verde y la pareja se aventura a cruzar un gran charco de agua, pero la chica queda estancada a mitad del charco y lamenta en voz alta la mancha en el pantalón.

-Es mi conjunto favorito. ¡Qué mier…!

-¡Shhh! Nada que no pueda solucionarse. Un lavado y listo.

-Mmm… Tu madre va a mirarme raro.

-¡Ja! Puede ser. Pero lo que importa es lo que yo opino de ti, ¿verdad? Estás bien, en serio.

-A veces vale la pena mojarse.

Los tórtolos se miran intensamente.

- Mejor me retracto. ¡Mírate! Estás hecha un asco.

La feliz pareja termina de cruzar la calle a los abrazos y risas. Vania, con la mirada perdida, avanza hasta el cordón de la vereda, cuando se percata de que el semáforo ya está en amarillo. En ese momento, la lluvia se transforma en una garuga y Vania observa su reflejo en el charco. Las palabras de aquel joven resuenan en su cabeza una y otra vez: “tanta sinceridad y felicidad a la vez”, se dice a sí misma. El semáforo está en rojo. Vania hace una mueca como si estuviera a punto de llorar. Vania decide que no vale la pena mojarse los talones.

lunes, 7 de julio de 2008

Escalinata


Estoy de vacaciones en pleno período de exámenes. pero el potencial dolor de cuello pasó por alto las cervicales y, hasta hoy, acuna donde comienzan las piernas (no, los tobillos no me duelen).

El domingo, sobre las once de la mañana, Lucía M., Mariana S., Josean y yo subimos la Sierra de las Ánimas, ubicada a pocos kilómetros de Piriápolis. Debo admitir que estoy fuera de forma para estas cosas, y que, cada vez que arrivaba a una meseta, me hacía ilusiones de que la aventura terminaba allí. Mientras tanto, admiraba los talones de mis compañeros y sufría -con pesar- el peso de mi mochila. Eso le pasa a los pioneros que, como yo, exageran con el "por las dudas". Rato antes de llegar a la cima (513 metros sobre el nivel del mar), Josean se ofreció para cargar con mi mochila, que contenía (in)útiles varios: campera, buzo, camperita de algodón, dos cámaras, elementos personales y una botellita vacía. Quién iba a adivinar que, a principios de Julio, pleno invierno en este lado del planeta, la temperatura iba a ascender a 27º C. Sí, sólo yo no me di cuenta. Sin embargo, si hay algo de lo que puedo presumir, es de mi sentido de la orientación. Y de la noción de distancia, cosa que a algunos dueños de paradores (bar, restaurante, o lo que sea que fuere) no la tienen tan clara.

Josean dice que él ya comprobó que todo depende del sexo y de la cara que tengas a la hora de preguntar: kilómetro y medio, si estás cansado; cinco kilómetros, si pareces entusiasta, con posibles variantes entre hombre y mujer. Tuvimos mucha suerte de no aventurarnos a ir a pie hasta el cruce donde paran los ómnibus. Después de haber subido-bajado la Sierra, esperar durante cuarenta minutos el bus, soportar dolor de piernas y sufrir la decepción de que mi heladería favorita de Piriápolis estuviera cerrada, llenamos la panza de pasta.

Hoy estoy de vacaciones. Me alegra estar en casa estudiando y recuerdo ese feliz sábado de julio con una botella llena al alcance de la mano. Un brindis por nuestro amigo español que se va dentro de poco.


PD: Arriba, en la foto, me esperan mis compañeros en la última roca de la Sierra.