lunes, 3 de marzo de 2008

Exilio

Cuba, 1959

Don Emilio está al tanto de la velocidad con la que aquel zorro desvalija la ciudad. De noche, cuando el pueblo trabajador descansa, el zorro se escabulle entre los gallineros en nombre de la revolución. Una revolución que absorbe dinero de los ricos y de los pobres, aún el de aquellos que lucharon por la causa. Emilio decide vender y regalar muebles a los vecinos y abandonar su sastrería, la que le valió el buen nombre en La habana a cambio de ríos de sudor. Su familia ya estaba “de vacaciones” en Miami, pero él tenía que encontrar la manera de no irse con las manos vacías sin levantar sospechas, o terminaría en la cárcel como los demás.

El día anterior a su desesperada partida, Emilio tropieza con el mueble del televisor; un tajo profundo se dibuja desde el muslo hasta la rodilla y la sangre tiñe el piso. Sin embargo, fue entonces, cuando el dolor colmaba hasta sus partes íntimas, que se le ocurrió la gran idea.

- Quiero hacer una denuncia –dijo con voz afeminada, mientras alejaba un poco el tubo del teléfono.
- La escucho –declaró un joven con aires de superioridad.
- Un hombre ha salido del hospital con dinero escondido en la pierna,
- ¿cómo?
- En el yeso. Es uno de los ex revolucionarios, señor.
- De acuerdo, dígame ¿cómo…?
Emilio ya había cortado la comunicación.

Cuando llegó a la aduana había un zorro clavado en la puerta. Medía, al menos, dos metros de altura, uno de ancho y metía miedo con un parche en el ojo derecho. El tipo se le acerca, con paso bobalicón pero decidido, y sienta al indefenso cojo de un empujón, saca una navaja y mira a quien parece ser el mandamás. Éste asiente con la cabeza y el gigante comienza a cortar el yeso, mientras el sastre replica ante semejante salvajismo y, de vez en cuando, cacarea marcando territorio. El último corte lo desnuda por completo: de hecho, no hay nada allí más que la impresionante carne viva.

-Ahora tendré que retrasar mis vacaciones y volver al médico. ¿Es que acaso no saben quién soy? ¡Fui yo quien hizo sus uniformes, señores! El General se va a enterar de esto –y amenaza, con el dedo índice erguido, una destitución masiva en el área de inspección de equipaje. Los soldados callan y acompañan al adolecido hombre hasta el auto de alquiler, con valijas y todo, con las colas entre las patas.

Al día siguiente, el mismo hombre, con un yeso alto (y el ego aún más fornido) ingresa a la aduana apoyándose sobre una muleta. Esta vez logra pasar sin problemas y se sienta plácidamente contra una ventanilla del barco.

-Debe ser difícil caminar con un yeso tan alto, ¿cómo lo hace? –susurra la chica del asiento contiguo.
- Imagínese –contestó don Emilio- No podría caminar ni ahora ni después sin algo que sostenga lo que hay dentro. Y el viejo cojo sonríe para sus adentros un instante, hasta que ve desaparecer en el horizonte la sastrería, el pueblo y su orgullo.

1 comentario:

Emma dijo...

No sabía que escribías tan lindo. Me gustó mucho.