miércoles, 26 de marzo de 2008

Enfermedad

Cuando el decaimiento lo privó del almuerzo familiar de los domingos, Dimitre, la hija mayor, visitó al anciano en la estancia. Estaba enfermo y solo. Sus fieles sirvientes: una bolsa de caramelos de miel y la caña que frecuentaba besar en las tardes. Dimitre le ayudó a reconocer su enfermedad. Pronto lo convenció de ver a un doctor.
En la sala de espera, su hija lo entretiene con anécdotas increíbles y hasta le roba algunas carcajadas. El doctor llenó un formulario bastante positivo, pero le recetó unos antidepresivos algo grandes, extraños. Ella pagó la consulta con billetes de mil. El doctor sacó otro documento de su escritorio. Dimitre le explicó que eran cosas de rutina, él asientió y puso su firma en la última hoja. Padre e hija salieron aliviados del consultorio. Ella preparaba una carne asada, abrió un vino tinto, le abrazó, le dijo que le quiería y apretaron sus manos con ternura. Luego se relajó en la butaca, ella sirvió el vino, puso los medicamentos sobre la mesa y llamó al doctor para evacuar las dudas: “Sí, la dosis será suficiente”, se escuchò del otro lado del tubo.

Grandes hermanos

No hay nada más emocionante que mudarse a un barrio pintoresco, a un noveno piso, con vista al puerto, portero las veinticuatro horas, y lo más importante, un ambiente fresco y nuevo. Lo más disfrutable es su luminosidad en la mañana y la tranquilidad del barrio los domingos de noche –el resto del tiempo es como vivir encima de una autopista-. Por lo demás, es un lugar que ofrece varias ventajas, entre ellas, que la vista es maravillosa y que uno puede apreciar hasta cómo la vecina del edificio de enfrente se rasura las axilas. De hecho, le da a uno escalofrío saber que el otro puede hacer lo mismo y que existe tan sólo una delgada capa de intimidad entre ambos lados: las cortinas –de las que, por supuesto, carezco por el momento-. Es como estar en uno de esos reality shows en los que todo el mundo se entera de los defectos de sus semejantes y, además, se dan el gusto de criticar. O por defecto, le hacen famoso a uno por sus “grandes virtudes”. Me refiero, obviamente, al milagro mercantilizado del Gran Hermano del que, por suerte, no sabemos nada nuevo hasta ahora.

Y hablando de programas polémicos, es de público conocimiento el relanzamiento de Bailando por un sueño, fenómeno porteño que contagia cada vez más público por medio del éxito y de la farándula, esa torta de cumpleaños de la que todos los “periodistas” argentinos se alimentan semana a semana. Me gusta recordar, sin embargo, a personajes memorables como Zulma, la eterna enamorada de Tinelli, a quien ansío ver nuevamente susurrando cosas groseras o graciosas -o lo que sea- en los oídos del cabezón parlante.
Este año tendremos el agrado de ver en la orilla vecina, según dicen los diarios locales, a dos soñadores uruguayos que tratarán de conquistar al jurado y al público con sus habilidades artísticas, las que, por cierto, envidio infinitamente. El arte de la danza, acompasada con música sublime, es el lenguaje del alma. Encarna una forma desinteresada y seductora de expresión de alegrías y tristezas, que puede –cómo no- ser criticada por expertos, pero no arrebatada. Porque el baile es, en cierta forma, como la libertad. El primero comprende la capacidad de soltura, de sintonía y de compartir con otro lo que sale del corazón. La segunda, si mal no recuerdo, el medio de la expresión, de la armonía y de la decisión. En otras palabras, es como tener un buen par de cortinas que uno cierra cuando quiere intimidad y que abre cuando quiere que las cosas fluyan. Quizá podamos compartir –uruguayos y argentinos- la pasión por la música y el arte de la danza. Pero si hay algo que no se puede ceder es la propiedad, la libertad y dignidad de un país. Los pueblos vecinos serán, como dijo don Artigas, pueblos hermanos, grandes hermanos. Pero sus gobiernos...

martes, 11 de marzo de 2008

El Regreso

Camila es una adolescente de carácter un tanto complicado, impulsiva, incomprendida por sus padres y que, además, se ha reñido con el cepillo del tocador hasta vencerlo. Por el momento, cepillo y chica mantienen una distancia destructiva. Su madre agradece el hecho de que la joven haya heredado, al menos, el cabello lacio de su abuelo, porque de lo contrario su hija sería un fenómeno de circo impresentable, siquiera para los monos de la isla o, incluso, para los pescadores de la costa.

Una semana de merecidas vacaciones en una isla del pacífico animaría a cualquiera, menos a Camila, por su puesto, que decidió chantar nalgas en un oscuro rincón del bungalow. En la noche anterior al regreso a casa se celebró una fiesta en un bar de la playa, en el que todo el mundo –después de algunos litros de néctar martinesco- comenzó a destapar vergonzosamente las ollas, o como algunos prefieren decir “sacaron los trapitos al sol”. Lo mismo da.

Para sorpresa de todos los que conocían a la hija de los doctores Rodchenko, (ella pediatra, él abogado del Estado) fue difícil dar crédito a aquella escena. Ahí estaba, mezclada entre las ridículas camisas poco masculinas del escenario, una chica que tocaba apasionadamente el violín. Algunos aplaudieron, otros dejaron brotar las lágrimas ante un maravilloso Vals de las Flores, pero su padre se reservó el derecho de regañarle delante de todos al final de la pieza magistral. La joven, avergonzada y humillada hasta el último de sus cabellos, se sumió en un mar de pensamientos maquiavélicos que transgredían el peor de los delitos cristianos: no matarás. Cómo podía alguien ser tan insensible con su hija, o sentirse no correspondido a los esfuerzos paternales por el simple hecho de que… Sí, él se dio cuenta. Camila no asiste a Harvard como se suponía: sólo pensaba en la manera de burlar a sus padres para ser violinista, quizá en un mediocre coro de Nueva York. La traición merecía aquel castigo y, sin embargo, Camila estaba ofuscada de rabia.

La vuelta a Nueva Jersey fue incómoda y silenciosa. La hija de dos profesionales había desperdiciado un futuro brillante y, lo que es peor, había engañado a un abogado. Algunos dicen que cuando ella regresó de su primer día de clases, encontró un libro biográfico de Tchaicovsky sobre su cama, y que una sonrisa luminosa se dibujó en su rostro. Fue entonces que decidió hacerse un torniquete en el pelo, como a su papá le gustaba, con broche y todo, para parecer toda una profesional.

lunes, 3 de marzo de 2008

Exilio

Cuba, 1959

Don Emilio está al tanto de la velocidad con la que aquel zorro desvalija la ciudad. De noche, cuando el pueblo trabajador descansa, el zorro se escabulle entre los gallineros en nombre de la revolución. Una revolución que absorbe dinero de los ricos y de los pobres, aún el de aquellos que lucharon por la causa. Emilio decide vender y regalar muebles a los vecinos y abandonar su sastrería, la que le valió el buen nombre en La habana a cambio de ríos de sudor. Su familia ya estaba “de vacaciones” en Miami, pero él tenía que encontrar la manera de no irse con las manos vacías sin levantar sospechas, o terminaría en la cárcel como los demás.

El día anterior a su desesperada partida, Emilio tropieza con el mueble del televisor; un tajo profundo se dibuja desde el muslo hasta la rodilla y la sangre tiñe el piso. Sin embargo, fue entonces, cuando el dolor colmaba hasta sus partes íntimas, que se le ocurrió la gran idea.

- Quiero hacer una denuncia –dijo con voz afeminada, mientras alejaba un poco el tubo del teléfono.
- La escucho –declaró un joven con aires de superioridad.
- Un hombre ha salido del hospital con dinero escondido en la pierna,
- ¿cómo?
- En el yeso. Es uno de los ex revolucionarios, señor.
- De acuerdo, dígame ¿cómo…?
Emilio ya había cortado la comunicación.

Cuando llegó a la aduana había un zorro clavado en la puerta. Medía, al menos, dos metros de altura, uno de ancho y metía miedo con un parche en el ojo derecho. El tipo se le acerca, con paso bobalicón pero decidido, y sienta al indefenso cojo de un empujón, saca una navaja y mira a quien parece ser el mandamás. Éste asiente con la cabeza y el gigante comienza a cortar el yeso, mientras el sastre replica ante semejante salvajismo y, de vez en cuando, cacarea marcando territorio. El último corte lo desnuda por completo: de hecho, no hay nada allí más que la impresionante carne viva.

-Ahora tendré que retrasar mis vacaciones y volver al médico. ¿Es que acaso no saben quién soy? ¡Fui yo quien hizo sus uniformes, señores! El General se va a enterar de esto –y amenaza, con el dedo índice erguido, una destitución masiva en el área de inspección de equipaje. Los soldados callan y acompañan al adolecido hombre hasta el auto de alquiler, con valijas y todo, con las colas entre las patas.

Al día siguiente, el mismo hombre, con un yeso alto (y el ego aún más fornido) ingresa a la aduana apoyándose sobre una muleta. Esta vez logra pasar sin problemas y se sienta plácidamente contra una ventanilla del barco.

-Debe ser difícil caminar con un yeso tan alto, ¿cómo lo hace? –susurra la chica del asiento contiguo.
- Imagínese –contestó don Emilio- No podría caminar ni ahora ni después sin algo que sostenga lo que hay dentro. Y el viejo cojo sonríe para sus adentros un instante, hasta que ve desaparecer en el horizonte la sastrería, el pueblo y su orgullo.