miércoles, 9 de abril de 2008

Carta para él

Los dedos de los pies están tiesos. Un calambre se estanca en las pantorrillas. Las piernas se asfixian. El vientre retiene los espasmos y la espalda vibra como una campana azotada. Las manos están frías y se quejan de tanto presionar las brazos, aunque saben que si no fuera por ellas, éstos no se sostendrían en los apesumbrados y débiles hombros. Un nudo en la garganta, y ya siente el veneno amargo que se abre paso hacia el estómago. Algo resuena allí abajo. Los ojos se resienten, la boca se apreta, la nariz se dilata.
El corazón trata de decirles que se calmen, que hay una explicación para todo ello, que no todo está perdido, pero ni él mismo logra mantener el ritmo fluído para alimentar a sus hermanos. Ya no aguanta la presión y quiere salir del cuerpo. La cabeza ya se los había advertido: "Nadie ha podido vencer esa enfermedad, él no va a aguantar". Pero todos siguieron su labor como por arte de magia -o por inercia-, mientras el cerebro, frío y realista, preparaba silenciosamente el funeral de aquel ser que Ella resguardaba con esperanza. Ese día, el sepulcro se lleva a cabo donde se contienen todas las reliquias del alma y la lógica: el corazón. Y la muerte, en cierto sentido, también se apodera de ella.

Hoy hace un año de su partida, pero le visita allí cada día con nostalgia, con tristeza. Alguna vez, ese niño inocente y encantador fue el responsable de dolores de estómago, de rabietas, de desesperación, y de las alegrías más contaminantes que jamás nadie haya conocido. Por eso, ella (y mucha gente) le recuerda con cariño. Y aún siente el trago amargo que conmocionó cada parte de su cuerpo aquel 9 de abril de 2007, y que sólo el tiempo ha podido suavizar.

Gracias, querido hermano, por todo lo que nos has dejado en el corazón. Estás siempre en mis pensamientos. Aún recuerdo ese "igualmente" que me diste por respuesta.